A ver.
Hace pocas semanas mi abuelo falleció con 89 años y, a pesar de ser muy religioso, lo incineraron (petición suya). De hecho, estuvo a punto de ser cura. Solo llegó a monaguillo porque le gustaban tanto las mujeres que se salió. Un detalle que siempre contaba: no podía evitar tocarles la barbilla a las mujeres cuando les daba la hostia sagrada.
Mi abuelo es un claro ejemplo de la evolución en España: de casi ser cura a a no querer ser enterrado. Por eso me he puesto a investigarlo, necesitaba respuestas.
Desde hace siglos todo empezaba con una pregunta simple:
¿Qué hacemos con el cuerpo?
La respuesta era una y solo una: lo enterramos. En tierra sagrada, si puede ser. Porque aquí, hasta hace no tanto, la cremación no era una opción, era casi una herejía.
Y no lo digo yo. Lo dijo el mismísimo Vaticano en 1886, cuando prohibió explícitamente la incineración de cadáveres. Así, con toda su contundencia. Y no contentos con eso, también se negaban a dar exequias religiosas a quien la pidiera. Porque, claro, cómo ibas a resucitar si te habían vuelto polvo antes de tiempo. No se podía permitir.
La cremación fue habitual en la antigüedad: romanos, íberos, gente con túnicas y sentido práctico. Pero con la expansión del cristianismo se enterró la costumbre (literalmente). Y ahí quedó, sepultada, hasta que el siglo XIX trajo su dosis de modernidad, peste urbana e higiene militante.
En Milán construyeron el primer crematorio moderno de Europa en 1874. Pero en España, nanai. Aquí seguíamos con la cruz y el nicho. La Iglesia tenía todavía el pulso firme (y la mano larga). Así que nada de hornos. Nada de cenizas. Nada de urnas.
Hasta que llegó Pablo VI con su aire conciliador y en 1963 el Vaticano aflojó: “Vale, podéis quemaros”.
¿Y España?
España tardó. El primer crematorio se inauguró en 1973, en el Cementerio de la Almudena de Madrid. Ahí empezó el cambio. Con lentitud de procesión y aroma a incienso, pero empezó. En los 80, apenas el 2% de los muertos eran incinerados. En 2000, ya rondábamos el 10%. Hoy, casi el 50% de los españoles eligen hacerse polvo.
¿Por qué?
Por una mezcla muy española de pragmatismo, falta de espacio, costes en alza y una fe que ya no pesa tanto. Porque los cementerios están llenos, mantener un nicho cuesta un ojo de la face y la religión, para muchos, ya no decide tanto.
De ser (casi) los últimos, a tener ahora la infraestructura crematoria más grande de Europa. Mira tú qué giro. Qué ironía.
Todo cambia, incluso lo que hacemos con nuestros muertos. Porque, al final, lo único seguro no es la muerte. Es el cambio.
P.D.: La próxima vez que pases por un cementerio, mira cuántos nichos tienen ya una plaquita que pone “columbario”.